Aquella rosa blanca que
resalta sobre el resto del rosal está condenada.
Es su belleza lo que la llevará a morir antes
de tiempo, después de un rápido corte en el tallo, solo le queda la resignación
de pasar sus últimos días como un objeto decorativo, entregada al marchito
final cuya bóveda la mayoría de las veces es un improvisado florero, o en la
mejor de las suertes, el ramo volador de una novia, pudiendo tal vez formar
parte de un centro de mesa al que los invitados le dedicaran escasos segundos
de atención, antes de perderse en platos medianamente elaborados y generosas
dosis de alcohol.
Mi vieja le hablaba a sus
plantas, les ponía nombres o apodos y festejaba cuando dos plantas o arboles
distintos entrelazaban sus ramas, ya que cuando eso sucedía ella afirmaba que
la unión no se debía a la falta de espacio, mucho menos al instinto de buscar
un mejor ángulo para bañar sus hojas en luz solar, sino por haber caído en un
intenso estado de enamoramiento.
Ante esta teoría, yo solo respondía con
miradas incrédulas y un silencio respetuoso, en un punto me parecía bella su
percepción y realmente era feliz creyendo eso, ese jardín era su vida, ella
dedicaba a cuidado de su parque casi todo su tiempo libre y se sentía muy
orgullosa de esa parte de la casa.
A su vez mi abuela, un ser tan maravilloso y
único como caprichoso y pendenciero, amaba llenar las macetas con cáscaras de
huevo, yerba mate húmeda y demás clases de abonos improvisados, esgrimiendo un
conocimiento que, según ella, le fue legado por su madre y cuya aplicación
disgustaba muchísimo a la mía, generando una situación que celebrábamos en
secreto con mi abuela, porque nos parecía muy divertida la forma en la que mi
madre insultaba al aire.
Por otra parte, tengo
amigos que le dedican muchísimo tiempo y cuidado a cierto tipo de plantas,
poseedoras de propiedades tan medicinales como divertidas, si bien los cuidados
son tan intensos como los de mi vieja, es bastante menos espiritual el porqué
de su tiempo dedicado a la botánica.
Las plantas son sembradas para cubrir sus
vicios (y los míos) y si aparece la oportunidad, algunos gastos.
Estoy seguro de que mi madre y su moral le
impedirían dedicarle tiempo a este tipo de plantas mencionado anteriormente,
pero también estoy seguro de que mi abuela las llenaría de cáscaras, yerba
mate, mejunjes extraños y por qué no, hasta agregaría algunas florcitas dentro
del mate, para amenizar la tarde.
Yo no tengo el tiempo
libre ni la espiritualidad o moral de mi madre y mucho menos la paciencia y el
amor por el porro de mis amigos, así como tampoco tengo conocimiento acerca del
uso de las dudosas técnicas de fertilización que utilizaba mi abuela, por ende
mi actual relación con la botánica es nula, aunque no siempre fue así.
De niño fui feliz en un
laurel que había plantado el abuelo de mi madre, un señor de nombre gracioso,
del cual nunca supe mucho, jamás vi una foto, pero al que mi madre recordaba
con cariño y respeto. Ese laurel era mi refugio, en el levanté una casita del
árbol donde me recluía a leer después del colegio, dónde imaginaba historias,
tomaba Coca-Cola en días de semana (a escondidas) o simplemente me sentaba a
mirar los techos de las casas vecinas.
Lo genial de aquella casita, era que para
poder entrar había que pasar por un hueco tan estrecho e incómodo, que sólo un
niño podía hacerlo. Supongamos que la casa de mi madre era Francia, bueno, pues
mi casita era Mónaco, un principado independiente, mi propio reino, ajeno al
control matriarcal.
Allí fui feliz, atrincherado en un árbol al
que mis ojos con poco kilometraje consideraban inmenso y bello.
Ya en mi pubertad, mi
madre decidió talar ese laurel, escudada en alguna excusa estética a la que
realmente no presté atención, en ese momento estaba demasiado triste como para
escuchar. Mi reino había caído en manos de los Godos, aquella casita que con el
paso del tiempo se había vuelto cada vez más pequeña, descansaba entre troncos
y ramas en un contenedor, a metros de la entrada de casa.
Por algún mambo Romano que
no sé reconocer pero evidentemente tengo, me fascinan los Cipreses, esos
árboles con rama de arbustos, un pino estilizado, altos hasta el ridículo,
cónicos y de cuyas ramas se desprenden unas piñas tan feas como inútiles.
Planté ese árbol, mientras
mi madre disparaba fotos frenéticamente para inmortalizar el momento y, perdón
por el sincericidio, pero la única sensación que me produjo aquél acto sobrevalorado
hasta el hartazgo, fue cansancio y un poco de hambre.
Las rosas rojas gozan de buena
fama, pero en mi poco calificada opinión, son vulgares, llamativas es cierto,
pero vulgares al fin, una especie de vedetonga cuyo Maipo es una florería.
En cambio la rosa blanca
es dueña de un encanto sutil, posee fragilidad y mortalidad, no intenta
perpetuarse como su prima de pétalos rojos, ella se abraza a su condena y como
regalo final, alcanza su máximo esplendor al marchitarse.
La rosa blanca es la belleza de la muerte, lo
maravilloso de ser mortal, efímero, su despedida se asemeja al último beso de
aquellos amantes que deciden tomar caminos separados.
Si algún día tienen la
suerte de enamorar a una rosa blanca, por favor se los pido, entréguense a
ella, piérdanse en su fragilidad y belleza y nunca, pero nunca, intenten
compararla ni mucho menos convertirla en una rosa roja.