Ellos
eran dos amantes rusos que huyeron del horror de la guerra buscando la paz en
tierras neutrales.
Ellos,
que años atrás deleitaron con su danza a la corte, que incluso fueron
favorecidos por los aplausos y favores del Zar, decidieron dejar todo atrás,
buscando un escape que les permitiera dejar atrás las noches en vela marcadas
por el estruendo de las explosiones, el sonido agudo de los aviones y el frío
que tiene la cama compartida con la soledad.
Sin darle lugar a la duda, escaparon de la
nación soviética buscando un nuevo mañana, un comienzo desde cero que les
permitiera olvidar el pasado, dejar la noche con olor a pólvora y aventurarse
juntos a buscar un nuevo día, un futuro en un país lejano, ajeno a los horrores
de la guerra.
Viajaron
tan al sur como sus ahorros le permitieron. Al llegar no tuvieron problema en
ganarse un lugar destacado en el elenco estable del teatro más grande de la
capital, en donde cautivaron al público y a la compañía en menos de un año,
eran amados y respetados, se tenían el uno al otro, a su arte y su amor y en
cada baile ese amor embargaba a todo aquel que los viera. Después del horror,
ellos eran felices.
Pero
la idea de felicidad, en realidad no es más que un momento de respiro entre la
miseria de la vida, por eso es que todos recordamos tanto los momentos en los
que fuimos realmente felices, porque son escasos y no duran tanto como nos
gustaría.
Ella
enfermó de forma repentina, la enfermedad la alejó de los escenarios,
debilitando su cuerpo y destruyendo su ánimo.
La
enfermedad avanzó rápido, violenta, sin darle posibilidad de enfrentarla. Ella
era hermosa, codiciada, espléndida. Era eso y más, no la sombra debilitada que
reflejaba en el espejo. Se aisló de todo y todos, incluso de Él. No soportaba
la mirada lastimosa de esos ojos que durante tantos años la amaron y admiraron.
En los últimos meses, apenas quería hablar con alguien.
Ella
murió en sus brazos, pequeña y dolorida, sobre la vieja cama del modesto hotel
en el que se alojaban, ya que en la desesperación por salvarla, casi todos sus
ahorros fueron invertidos en tratamientos tan costosos como inútiles. Él lloró
tan fuerte que su llanto fue mudo, su pecho se partió del dolor y su lengua se
trabó intentando pronunciar maldiciones, pero apenas un quejido desgarrado
salió de su garganta. Y luego el silencio y la pena lo envolvieron en un abrazo
eterno.
La
amó con locura, con pasión y con deseo, cruzó medio mundo para salvarla del
horror y ella se murió en sus brazos. Sentía que era su culpa, que le había
fallado a su amada. Él dejó la compañía, se dio a la bebida y se aferró a la
soledad hasta que las noches en vela, esta vez sin el zumbido de los aviones ni
el olor a pólvora, se volvieron tan largas, tan vacías y dolorosas, que cuando
se dio cuenta de lo cansado que estaba, decidió dormir, olvidar y no
despertarse nunca más.
En
ese sueño interminable, el recuerdo del amor lo seguía atormentando, los ojos
de su amada lo miraban desde lejos, sus brazos se extendían intentando tocarse,
pero la fuerza del dolor impedía ese roce.
Desde
el principio de los tiempos, entre los dos polos del más allá se había sellado
una tregua. En ese pacto, ambas partes acordaron no interferir en los asuntos
del otro. En la firma de este pacto, un ángel y un demonio se miraron a los
ojos largo rato y ninguno de los dos bajó la mirada.
Tanto
tiempo como pudieron, se amaron en secreto, a espaldas del pacto y de las
fuerzas que aún gobiernan más allá de los límites establecidos por frontera
alguna, hasta que el amor entre los dos germinó en algo más: un mestizo, una
criatura que lo cambiaría todo. La tregua ya no existía, el desafío había sido
supremo y ambas fuerzas debieron ejercer un castigo ejemplificador ante la
amenaza que el mestizo significaba: Una aberración, una criatura prohibida por
las escrituras sagradas de ambos reinos.
El
fallo fue estremecedor, salvaje, brutal. El ángel fue decapitado, su vientre
desgarrado y apuñalado reiteradas veces, mientras el demonio fue obligado a
observar y condenado a recordar todo, para terminar su condena desterrado,
perdido para siempre en el limbo de los amantes en pena.
En
ese limbo, el demonio vio una y otra vez el intento desesperado de aquellos amantes
por rozar sus manos, sin interferir, en silencio los observó fracasar
incontables veces, hasta que la sensación de dolor fue tan grande, que ayudado
por el rencor y el recuerdo que el tribunal divino lo condenó a ver una y otra
vez, decidió desafiar una vez más al poder del más allá.
Se acercó a Él y le enseño un escape dónde al
menos una vez por década, al cruzar esa pared invisible, ellos podrían tener un
baile juntos, un recreo a la rutina de la tortura eterna, un respiro dónde
tenerse y construir un refugio al menos por lo que dure esa pieza de baile.
En
el mismo teatro capitalino dónde brillaron frente a un público que los ovacionó
de pie, cada diez años y gracias al favor del demonio rebelde, los amantes se
encontraron nuevamente y se amaron al ritmo del vals.
Todas
las compañías que pasaron por el escenario década tras década, cuentan la misma historia. Todos sintieron una presencia, un
frio que dejó a sus cuerpos congelados, incapaces de moverse, pero ninguno recuerda
haber sentido miedo, al contrario, ese frío llenaba el ambiente de paz.
Ese
era su recreo, se recluían en el cuerpo de dos incautos bailarines y se amaban
en silencio, envolviendo sus brazos en caricias que rompían con el compás. Una
vida entera esperando este momento y ellos solo podían bailar, las palabras
sobraban, los besos dolían. En ese momento, las sombras eran eso, dos jóvenes trenzados
en un baile desesperado, que se acercaban en ese segundo a ser un poco de lo
que alguna vez los hizo felices.
Pero
cada placer acarrea un costo, un dolor, la resaca después de la noche soñada.
Para los dos el dolor se había vuelto insoportable, al recuerdo de su amor
debían agregarle ahora el anhelo del baile. Las décadas pasaban cada vez más
despacio, en los últimos encuentros, la pasión era tan extrema, el vínculo se
había vuelto tan fuerte y desesperado que los jóvenes en cuyo cuerpo se
refugiaban comenzaban a no soportar la angustia de la posesión, llegando
incluso a perder la cordura luego de ser abandonados por el acogedor frio de
los amantes.
El
demonio había usado a los amantes durante años y de forma cada vez menos
disimulada, esperando ser descubierto y condenado. Finalmente había conseguido
lo que quería, olvidar todo, pagar la fianza con la que terminar su castigo y
poder de una vez simplemente olvidar. Dejar de imaginar a su amor arrebatado y
a su hijo maldito desde antes de nacer, dejar de odiar, olvidar que juntos
habían creado algo hermoso, pero las leyes de los dioses cobardes se lo habían
arrebatado. Su único anhelo era el final, la eterna oscuridad sin recuerdo.
Gracias a ellos, el desterrado caído finalmente
pudo conseguir la muerte que todo lo calmaría, su plan había funcionado a la
perfección, pero sentía que ellos no merecían caer junto a él, al contrario, su
ayuda, aunque inconsciente, merecía un obsequio de agradecimiento.
En
cuanto descubrió que estaba siendo observado, se acercó a Él y le enseñó a
cruzar la pared invisible, pero no sin antes advertirle que si la cruzaban, no
podrían tomar nunca más un cuerpo, deberían penar como espectros en la
oscuridad del teatro, viéndose durante una eternidad pero sabiéndose incapaces
de tocarse o compartir un baile. La decisión debía ser rápida, dijo el demonio,
conocedor de que su fin estaba próximo.
No
pasó mucho hasta que fue descubierto por el ojo que todo lo ve y condenado a
ser ejecutado y descuartizado. Su cuerpo mutilado fue enviado a la entrada de
cada uno de los siete círculos, como advertencia a posibles futuros caudillos
que intenten pasar por encima del único orden capaz de unir al Alfa y el Omega
a su entero capricho.
Los
amantes huyeron antes de ver la caída del demonio, sin pensar cruzaron la pared
y dejaron atrás el limbo de la pena. Al día de hoy, entre las bambalinas
del escenario, esos amantes eternamente
prófugos se siguen anhelando y llorando en silencio, acompañando su dolor con
caricias mudas tan sinceras como desgarradas. Tal vez nunca puedan tenerse, tal
vez la pena nunca se vaya, pero ahí están, juntos para siempre esperando que
quizá algún día, un nuevo ser interesado les permita bailar juntos un último
vals.