31/3/16

La noche en la que se me dio por hablar de flora.

Aquella rosa blanca que resalta sobre el resto del rosal está condenada.
 Es su belleza lo que la llevará a morir antes de tiempo, después de un rápido corte en el tallo, solo le queda la resignación de pasar sus últimos días como un objeto decorativo, entregada al marchito final cuya bóveda la mayoría de las veces es un improvisado florero, o en la mejor de las suertes, el ramo volador de una novia, pudiendo tal vez formar parte de un centro de mesa al que los invitados le dedicaran escasos segundos de atención, antes de perderse en platos medianamente elaborados y generosas dosis de alcohol.
Mi vieja le hablaba a sus plantas, les ponía nombres o apodos y festejaba cuando dos plantas o arboles distintos entrelazaban sus ramas, ya que cuando eso sucedía ella afirmaba que la unión no se debía a la falta de espacio, mucho menos al instinto de buscar un mejor ángulo para bañar sus hojas en luz solar, sino por haber caído en un intenso estado de enamoramiento.
 Ante esta teoría, yo solo respondía con miradas incrédulas y un silencio respetuoso, en un punto me parecía bella su percepción y realmente era feliz creyendo eso, ese jardín era su vida, ella dedicaba a cuidado de su parque casi todo su tiempo libre y se sentía muy orgullosa de esa parte de la casa.
 A su vez mi abuela, un ser tan maravilloso y único como caprichoso y pendenciero, amaba llenar las macetas con cáscaras de huevo, yerba mate húmeda y demás clases de abonos improvisados, esgrimiendo un conocimiento que, según ella, le fue legado por su madre y cuya aplicación disgustaba muchísimo a la mía, generando una situación que celebrábamos en secreto con mi abuela, porque nos parecía muy divertida la forma en la que mi madre insultaba al aire.
Por otra parte, tengo amigos que le dedican muchísimo tiempo y cuidado a cierto tipo de plantas, poseedoras de propiedades tan medicinales como divertidas, si bien los cuidados son tan intensos como los de mi vieja, es bastante menos espiritual el porqué de su tiempo dedicado a la botánica.
 Las plantas son sembradas para cubrir sus vicios (y los míos) y si aparece la oportunidad, algunos gastos.
 Estoy seguro de que mi madre y su moral le impedirían dedicarle tiempo a este tipo de plantas mencionado anteriormente, pero también estoy seguro de que mi abuela las llenaría de cáscaras, yerba mate, mejunjes extraños y por qué no, hasta agregaría algunas florcitas dentro del mate, para amenizar la tarde.
Yo no tengo el tiempo libre ni la espiritualidad o moral de mi madre y mucho menos la paciencia y el amor por el porro de mis amigos, así como tampoco tengo conocimiento acerca del uso de las dudosas técnicas de fertilización que utilizaba mi abuela, por ende mi actual relación con la botánica es nula, aunque no siempre fue así.
De niño fui feliz en un laurel que había plantado el abuelo de mi madre, un señor de nombre gracioso, del cual nunca supe mucho, jamás vi una foto, pero al que mi madre recordaba con cariño y respeto. Ese laurel era mi refugio, en el levanté una casita del árbol donde me recluía a leer después del colegio, dónde imaginaba historias, tomaba Coca-Cola en días de semana (a escondidas) o simplemente me sentaba a mirar los techos de las casas vecinas.
 Lo genial de aquella casita, era que para poder entrar había que pasar por un hueco tan estrecho e incómodo, que sólo un niño podía hacerlo. Supongamos que la casa de mi madre era Francia, bueno, pues mi casita era Mónaco, un principado independiente, mi propio reino, ajeno al control matriarcal.
 Allí fui feliz, atrincherado en un árbol al que mis ojos con poco kilometraje consideraban inmenso y bello.
Ya en mi pubertad, mi madre decidió talar ese laurel, escudada en alguna excusa estética a la que realmente no presté atención, en ese momento estaba demasiado triste como para escuchar. Mi reino había caído en manos de los Godos, aquella casita que con el paso del tiempo se había vuelto cada vez más pequeña, descansaba entre troncos y ramas en un contenedor, a metros de la entrada de casa.
Por algún mambo Romano que no sé reconocer pero evidentemente tengo, me fascinan los Cipreses, esos árboles con rama de arbustos, un pino estilizado, altos hasta el ridículo, cónicos y de cuyas ramas se desprenden unas piñas tan feas como inútiles.
Planté ese árbol, mientras mi madre disparaba fotos frenéticamente para inmortalizar el momento y, perdón por el sincericidio, pero la única sensación que me produjo aquél acto sobrevalorado hasta el hartazgo, fue cansancio y un poco de hambre.
Las rosas rojas gozan de buena fama, pero en mi poco calificada opinión, son vulgares, llamativas es cierto, pero vulgares al fin, una especie de vedetonga cuyo Maipo es una florería.
En cambio la rosa blanca es dueña de un encanto sutil, posee fragilidad y mortalidad, no intenta perpetuarse como su prima de pétalos rojos, ella se abraza a su condena y como regalo final, alcanza su máximo esplendor al marchitarse.
 La rosa blanca es la belleza de la muerte, lo maravilloso de ser mortal, efímero, su despedida se asemeja al último beso de aquellos amantes que deciden tomar caminos separados.

Si algún día tienen la suerte de enamorar a una rosa blanca, por favor se los pido, entréguense a ella, piérdanse en su fragilidad y belleza y nunca, pero nunca, intenten compararla ni mucho menos convertirla en una rosa roja.

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