La sensación es
tan intensa como el primer sorbo de un vino añejo recién descorchado.
Ella es todas
las canciones que no supe escribir, es tan única que vive en los fragmentos de
miles de canciones escritas por otros con las que intento suplir las falencias
de mi prosa, en un intento fútil y acotado de graficar la sensación que en mi
habita desde su llegada.
A su lado soy
un niño, junto a ella soy el eterno vencedor en una partida de figuritas de mis
recreos de cuarto grado.
En sus palabras
encuentro el mismo reposo calmo que escuchaba desde lejos cuando hasta la
ventana de mi habitación subía la voz de mi padre cantando Caruso mientras
tomaba mate a escondidas de mi madre, camuflado en el silencio entre las
plantas del jardín de aquella casa tan ajena, pero en cuyo fondo vivía un
parque tan mío.
En ese parque
de aquella casa ajena, fui custodio y confidente de un laurel que se enamoró de
una glicina, cómplice de su romance clandestino. Fui guardián de ese laurel y
estoico compañero en la pena que lo invadía todos los septiembres, cuando los
pétalos fugitivos de su amada se acostaban sobre el césped, cubriendo todo con
su belleza.
En ella se
esconde el septiembre, la glicina, el laurel y el parque.
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