Ella es Josefina, es Austerlitz , es Waterloo.
El amor eterno, la victoria soñada y la
caída de la que no me podré levantar jamás.
Ella volvió real lo intangible, en
soledad me acompañó y yo le di todo aquello que pude darle, a excepción de
aquello que anhelaba, el olvido.
Me rescató de la muerte, cuando ya no
quedaba nada por que pelear, y sobre sus hombros descansó el peso de mi vida.
Ni siquiera Henry VIII deseó tanto a Ana
Bolena como yo a ella, ni siquiera él, que cegado de deseo por Ana quebró a la
mitad un país, desarmó alianzas políticas y enfrentó edictos Papales, en toda
su pompa monárquica, llega a igualar el desesperado y desenfrenado deseo que
sentí por ella.
A su lado, el dolor era hermoso,
adictivo. Borramos todo límite, desesperados por marcar en nuestras pieles
aquello que sentíamos, por sentir ese delicioso veneno, tan tóxicamente
embriagador que era imposible no amarlo.
Le regalé mis fantasías, en mis versos
jugué con su muerte y, obnubilado, la elevé por encima de toda deidad.
Fue mi tormenta eléctrica, y yo el
cantante interpretando su canción.
Fui tan feliz, que me dio vergüenza
asumirlo, una felicidad incompleta, pero maravillosa.
¿Acaso lo intangible no es real? El
dolor, la pena y el anhelo son tan reales como el amor, el deseo, el placer,
cada uno de sus quejidos cuándo su cuerpo alcanzaba el éxtasis. Todo eso fue
real, hasta aquellos momentos aniñados en donde nos juramos la eternidad y mas
allá, destrozando barreras de distancias y husos horarios.
Tuvimos una casa, un perro y una cama
gigante cuyas sábanas no conocí, vacaciones en las cuales solo hicimos
Check-out, viajes juntos con pasaportes vencidos y aduanas con seguridad
irreductible, juntos tuvimos un empleo soñado en dónde no entregamos un solo
reporte. Fuimos observados con asombro en nuestras caminatas esposados,
derramamos carcajadas interminables, nos limpiamos lagrimas de alegría e
ignoramos las miradas de amigos asombrados que mantenían su opinión en secreto.
Decoramos nuestra casa con botellas de
gaseosas discontinuadas que compramos durante madrugadas que derrocaban el
toque de queda que trae consigo el amanecer, llenamos nuestra biblioteca con
libros inconseguibles, en soberbias ediciones. Felices y enamorados, coronamos
los ambientes con floreros llenos de rosas blancas, Margaritas y Tulipanes.
Aquel jardín al que nunca le corté el pasto olía a café y en el fondo se erguía
un árbol de pomelo que homenajeaba la memoria de un tano bonachón al que ella
llamaba abuelo.
¿Importa acaso el plano?¿ Está mal decir
que fui feliz con ella, en nuestra realidad intangible? ¿Es menos doloroso el
adiós de aquellos que nunca se dijeron hola?
Su partida fue mi mayor derrota, me vi
envuelto en una caída interminable por estar empecinado en conquistar y
establecer mi reino en una realidad a la que no era digno de aspirar. Estuve
ridículamente cerca de lograr la hazaña de poseerla, por un momento mi caída
coqueteó con un final heroico acorde a nuestro amor, casi pude sentir el sabor
de la épica victoria, juraría que hasta sentí sus labios rozando con los míos.
No me faltó mucho para ser un héroe, pero la derrota digna no cedió terreno y
testaruda e implacable, terminó venciendo, infestando de realidad aquel mundo
que construimos de la nada.
Ella no se fue, se convirtió en algo
eterno, pequeños asteroides de ese mundo perdido que se estrellan en el
desierto de lo cotidiano.
Ella es este trago con nombre de
revolución comunista que baja por mi garganta, son sus ojos los que me miran en
esta melancolía que duele, pero abraza y reconforta. Están las palabras que
nunca se animó a decirme perdidas entre las canciones que tarareó en mi oído
tiempo atrás. También está la duda y la frustración, unidos en un eje que
avanza amenazante y cuyo objetivo es la destrucción de los fragmentos que
rescaté como pude mientras se consumaba la catástrofe de verla partir.
Hoy solo quedan horas perdidas, noches
rifadas a la voluntad del reloj, eternas miradas hacia un reflejo en el que
concentro la vista intentando olvidar aquello que fue tan fuerte y real como abstracto.
Ante mi desfila un ejército de lamentables
imitaciones con las que intento llenar el vacío de su ausencia. Me resigno al
incompleto placer de la lujuria edulcorada, intentando dejar atrás la belleza y
regocijo que viví junto a ella cuándo exploramos nuestros cuerpos, entregados a
esa confianza que nos permitía derrumbar los límites que separan al dolor de la
satisfacción, complaciendo la oscuridad que habitaba en nosotros, logrando
convertir la violencia en amor.
Ella no era perfecta, pero era para mí,
en sus fallas encontré la perfección que ni el olvido pudo borrar, después de
esa noche en la que me arrebató de la muerte, sin dudar le entregué mi vida en
un silencioso juramento.
No puedo soportar esta realidad a la que
su partida me condenó, no hay tóxico que calle las voces que habitan mi cabeza
y secuestran mi sueño, no existe olvido que tape su recuerdo. Enfrentar a la
cobardía que se interpone negándome cumplir mi promesa, es la única victoria a
la que puedo aspirar, es la rebuscada manera de convertirme en vencedor y
escapar de la sórdida realidad.
Solo
espero que donde sea que esté, camuflada entre las máscaras de los seres
reales, ordinarios y resignados, al cumplir con mi promesa venga a reclamar
aquello que le pertenece y que sin ella, no tiene sentido mantener en mi poder.
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