31/3/17

Mariana.

Eran las seis de la tarde de un miércoles cualquiera, hace unos cuantos años atrás. Ella trabajaba conmigo y nos mirábamos en secreto. Era un miércoles cualquiera que nos encontró en la esquina de Reconquista y Tres Sargentos, perdidos entre los minutos que recorrieron el reloj entre las 18 y las 20 horas. En ese miércoles cualquiera, entre las 18 y las 20 horas, ella y yo dejamos la singularidad para volvernos eternos.
Era un pre fin de año, finales de octubre. La temperatura era agradable para usar camisa y pantalón pinzado. Yo jugaba a ser ejecutivo, caminaba con confianza y tenía un celular Nokia blanco con tapita que tenía una innecesaria doble pantalla. Ella nunca jugó a ser nada, con ser ella misma le alcanzaba para sentirse bien, y eso la hacía aún más hermosa.
Entre miradas cómplices y sonrisas de oficina, acordamos una cita para ese día. Ya estábamos viéndonos hace un par de meses, juntos noche a noche construimos un ducado que abarcaba toda la calle Reconquista, desde Viamonte hasta Alem. En esas noches fuimos libres y felices, custodiados entre botellas de Corona y atados de Marlboro.
No voy a aburrirlos con detalles cursis, pero ese miércoles cualquiera, después de esquivar la invitación a un bar de un tarjetero improvisado, luego de juntar billetes arrugados entre los dos para comprar un atado de Marlboro 10's y de reírnos sarcásticamente de algún compañero de laburo ausente, terminamos apretados cuerpo contra cuerpo contra una pared de esa esquina de Reconquista y Tres Sargentos.
En mi cabeza fueron cinco minutos, pero en el mundo real fueron más de dos horas. Antes de arrinconarnos, esa tarde cualquiera del mundo real, a lo largo de toda la calle Tres Sargentos había un montón de gente tomando cerveza, se veían felices, sentados en mesitas de madera, hablando de sus vidas, sus plazos fijos y lo bien que harían el trabajo de sus jefes inútiles, riendo e inflando sus sueldos para presumir frente a sus pares.
De golpe el mundo real desapareció y solo fuimos ella y yo.
En esos cinco minutos que fueron dos horas, en el mundo real se desató una tormenta que sentenció el final prematuro de toda la tertulia de los bares y, mientras los mozos corrían a plegar sillitas de madera, ella y yo seguíamos en nuestro mundo, bien pegados contra esa pared, ajenos a todo, enfrascados en nuestro mundo, que de tan visible, era casi imperceptible entre las corridas, el viento y la lluvia.
Esa tarde fuimos eternos. Yo puedo decir que con ella en mis brazos, el mundo dejó de girar, esa tormenta violenta e inesperada pasó totalmente desapercibida, no sentimos ni el viento, ni la lluvia, ni las corridas de la gente, ni los gritos de los mozos. Todo el entorno desapareció. Ese día fuimos todopoderosos, fuimos Riquelme en el momento del caño a Yepes, Maradona definiendo al palo izquierdo de Peter Shilton, fuimos eternos, fuimos únicos.
Fuimos dos nenes que jugaron a ser adultos. Con el paso del tiempo, ella dejó de jugar y se convirtió en un adulto. Yo intenté crecer a la par de ella, renuncié al brillo de mis ojos para convertirme en un adulto, pero el peso de ese mundo fue demasiado para mi, y me perdí entre mis propios demonios.
Buscando encontrarnos nos perdimos, mareados por la duda, intentamos acompañarnos pero la vida nos llevó por caminos muy diferentes. Hoy vivimos con la culpa de saber que nuestro mundo no estaba tan fortificado como para soportar el asedio del mundo real, pero también los dos sabemos que ese miércoles cualquiera, dos nenes que jugaban a ser grandes se volvieron inmortales, frenando al mundo, desafiando una tormenta armados simplemente con el amor que sentían el uno por el otro.

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