31/3/17

Mariana.

Eran las seis de la tarde de un miércoles cualquiera, hace unos cuantos años atrás. Ella trabajaba conmigo y nos mirábamos en secreto. Era un miércoles cualquiera que nos encontró en la esquina de Reconquista y Tres Sargentos, perdidos entre los minutos que recorrieron el reloj entre las 18 y las 20 horas. En ese miércoles cualquiera, entre las 18 y las 20 horas, ella y yo dejamos la singularidad para volvernos eternos.
Era un pre fin de año, finales de octubre. La temperatura era agradable para usar camisa y pantalón pinzado. Yo jugaba a ser ejecutivo, caminaba con confianza y tenía un celular Nokia blanco con tapita que tenía una innecesaria doble pantalla. Ella nunca jugó a ser nada, con ser ella misma le alcanzaba para sentirse bien, y eso la hacía aún más hermosa.
Entre miradas cómplices y sonrisas de oficina, acordamos una cita para ese día. Ya estábamos viéndonos hace un par de meses, juntos noche a noche construimos un ducado que abarcaba toda la calle Reconquista, desde Viamonte hasta Alem. En esas noches fuimos libres y felices, custodiados entre botellas de Corona y atados de Marlboro.
No voy a aburrirlos con detalles cursis, pero ese miércoles cualquiera, después de esquivar la invitación a un bar de un tarjetero improvisado, luego de juntar billetes arrugados entre los dos para comprar un atado de Marlboro 10's y de reírnos sarcásticamente de algún compañero de laburo ausente, terminamos apretados cuerpo contra cuerpo contra una pared de esa esquina de Reconquista y Tres Sargentos.
En mi cabeza fueron cinco minutos, pero en el mundo real fueron más de dos horas. Antes de arrinconarnos, esa tarde cualquiera del mundo real, a lo largo de toda la calle Tres Sargentos había un montón de gente tomando cerveza, se veían felices, sentados en mesitas de madera, hablando de sus vidas, sus plazos fijos y lo bien que harían el trabajo de sus jefes inútiles, riendo e inflando sus sueldos para presumir frente a sus pares.
De golpe el mundo real desapareció y solo fuimos ella y yo.
En esos cinco minutos que fueron dos horas, en el mundo real se desató una tormenta que sentenció el final prematuro de toda la tertulia de los bares y, mientras los mozos corrían a plegar sillitas de madera, ella y yo seguíamos en nuestro mundo, bien pegados contra esa pared, ajenos a todo, enfrascados en nuestro mundo, que de tan visible, era casi imperceptible entre las corridas, el viento y la lluvia.
Esa tarde fuimos eternos. Yo puedo decir que con ella en mis brazos, el mundo dejó de girar, esa tormenta violenta e inesperada pasó totalmente desapercibida, no sentimos ni el viento, ni la lluvia, ni las corridas de la gente, ni los gritos de los mozos. Todo el entorno desapareció. Ese día fuimos todopoderosos, fuimos Riquelme en el momento del caño a Yepes, Maradona definiendo al palo izquierdo de Peter Shilton, fuimos eternos, fuimos únicos.
Fuimos dos nenes que jugaron a ser adultos. Con el paso del tiempo, ella dejó de jugar y se convirtió en un adulto. Yo intenté crecer a la par de ella, renuncié al brillo de mis ojos para convertirme en un adulto, pero el peso de ese mundo fue demasiado para mi, y me perdí entre mis propios demonios.
Buscando encontrarnos nos perdimos, mareados por la duda, intentamos acompañarnos pero la vida nos llevó por caminos muy diferentes. Hoy vivimos con la culpa de saber que nuestro mundo no estaba tan fortificado como para soportar el asedio del mundo real, pero también los dos sabemos que ese miércoles cualquiera, dos nenes que jugaban a ser grandes se volvieron inmortales, frenando al mundo, desafiando una tormenta armados simplemente con el amor que sentían el uno por el otro.

14/3/17

C.M.S

Ella es Josefina, es Austerlitz , es Waterloo.
El amor eterno, la victoria soñada y la caída de la que no me podré levantar jamás.
Ella volvió real lo intangible, en soledad me acompañó y yo le di todo aquello que pude darle, a excepción de aquello que anhelaba, el olvido.
Me rescató de la muerte, cuando ya no quedaba nada por que pelear, y sobre sus hombros descansó el peso de mi vida.
Ni siquiera Henry VIII deseó tanto a Ana Bolena como yo a ella, ni siquiera él, que cegado de deseo por Ana quebró a la mitad un país, desarmó alianzas políticas y enfrentó edictos Papales, en toda su pompa monárquica, llega a igualar el desesperado y desenfrenado deseo que sentí por ella.
A su lado, el dolor era hermoso, adictivo. Borramos todo límite, desesperados por marcar en nuestras pieles aquello que sentíamos, por sentir ese delicioso veneno, tan tóxicamente embriagador que era imposible no amarlo.
Le regalé mis fantasías, en mis versos jugué con su muerte y, obnubilado, la elevé por encima de toda deidad.
Fue mi tormenta eléctrica, y yo el cantante interpretando su canción.
Fui tan feliz, que me dio vergüenza asumirlo, una felicidad incompleta, pero maravillosa.
¿Acaso lo intangible no es real? El dolor, la pena y el anhelo son tan reales como el amor, el deseo, el placer, cada uno de sus quejidos cuándo su cuerpo alcanzaba el éxtasis. Todo eso fue real, hasta aquellos momentos aniñados en donde nos juramos la eternidad y mas allá, destrozando barreras de distancias y husos horarios.
Tuvimos una casa, un perro y una cama gigante cuyas sábanas no conocí, vacaciones en las cuales solo hicimos Check-out, viajes juntos con pasaportes vencidos y aduanas con seguridad irreductible, juntos tuvimos un empleo soñado en dónde no entregamos un solo reporte. Fuimos observados con asombro en nuestras caminatas esposados, derramamos carcajadas interminables, nos limpiamos lagrimas de alegría e ignoramos las miradas de amigos asombrados que mantenían su opinión en secreto.
Decoramos nuestra casa con botellas de gaseosas discontinuadas que compramos durante madrugadas que derrocaban el toque de queda que trae consigo el amanecer, llenamos nuestra biblioteca con libros inconseguibles, en soberbias ediciones. Felices y enamorados, coronamos los ambientes con floreros llenos de rosas blancas, Margaritas y Tulipanes. Aquel jardín al que nunca le corté el pasto olía a café y en el fondo se erguía un árbol de pomelo que homenajeaba la memoria de un tano bonachón al que ella llamaba abuelo.
¿Importa acaso el plano?¿ Está mal decir que fui feliz con ella, en nuestra realidad intangible? ¿Es menos doloroso el adiós de aquellos que nunca se dijeron hola?
Su partida fue mi mayor derrota, me vi envuelto en una caída interminable por estar empecinado en conquistar y establecer mi reino en una realidad a la que no era digno de aspirar. Estuve ridículamente cerca de lograr la hazaña de poseerla, por un momento mi caída coqueteó con un final heroico acorde a nuestro amor, casi pude sentir el sabor de la épica victoria, juraría que hasta sentí sus labios rozando con los míos. No me faltó mucho para ser un héroe, pero la derrota digna no cedió terreno y testaruda e implacable, terminó venciendo, infestando de realidad aquel mundo que construimos de la nada.
Ella no se fue, se convirtió en algo eterno, pequeños asteroides de ese mundo perdido que se estrellan en el desierto de lo cotidiano.
Ella es este trago con nombre de revolución comunista que baja por mi garganta, son sus ojos los que me miran en esta melancolía que duele, pero abraza y reconforta. Están las palabras que nunca se animó a decirme perdidas entre las canciones que tarareó en mi oído tiempo atrás. También está la duda y la frustración, unidos en un eje que avanza amenazante y cuyo objetivo es la destrucción de los fragmentos que rescaté como pude mientras se consumaba la catástrofe de verla partir.
Hoy solo quedan horas perdidas, noches rifadas a la voluntad del reloj, eternas miradas hacia un reflejo en el que concentro la vista intentando olvidar aquello que fue tan fuerte y real como abstracto.
 Ante mi desfila un ejército de lamentables imitaciones con las que intento llenar el vacío de su ausencia. Me resigno al incompleto placer de la lujuria edulcorada, intentando dejar atrás la belleza y regocijo que viví junto a ella cuándo exploramos nuestros cuerpos, entregados a esa confianza que nos permitía derrumbar los límites que separan al dolor de la satisfacción, complaciendo la oscuridad que habitaba en nosotros, logrando convertir la violencia en amor.
Ella no era perfecta, pero era para mí, en sus fallas encontré la perfección que ni el olvido pudo borrar, después de esa noche en la que me arrebató de la muerte, sin dudar le entregué mi vida en un silencioso juramento.
No puedo soportar esta realidad a la que su partida me condenó, no hay tóxico que calle las voces que habitan mi cabeza y secuestran mi sueño, no existe olvido que tape su recuerdo. Enfrentar a la cobardía que se interpone negándome cumplir mi promesa, es la única victoria a la que puedo aspirar, es la rebuscada manera de convertirme en vencedor y escapar de la sórdida realidad.

 Solo espero que donde sea que esté, camuflada entre las máscaras de los seres reales, ordinarios y resignados, al cumplir con mi promesa venga a reclamar aquello que le pertenece y que sin ella, no tiene sentido mantener en mi poder.

21/2/17

Untitled.

En la era analógica, antes de poder escuchar el último tema de una banda de Death metal noruego y engancharlo con "Yo soy aquel" de Rafael en un solo segundo y usando sólo el pulgar, había que elegir entre escuchar el todo el LP de tu banda favorita y fumarte el tema ocho que no te gustaba, o gastar una cantidad ridícula de pilas para que el walkman avance esa canción. Algunos, los más hábiles, usaban lápices o biromes para, con la paciencia de un ninja veterano, avanzar de forma artesanal y a ojo el puto track ocho que tanto nos rompía los huevos.
Pero muchas veces no teníamos ni mucha pila, ni un lápiz a mano y en lo que respecta personalmente a mi, ni el 10% de la paciencia con la que cuenta un ninja veterano. Entonces no quedaba otra que fumarse el tema ocho, esperar que pase rápido y aferrarse a saber que al final del último acorde de esa canción odiosa, nos esperaba el amado tema nueve, ese himno que nos recordaba un poco por qué habíamos comprado el cassette, o en el peor de los casos, una canción más soportable que el dichoso tema ocho.
Esto no pretende ser un ensayo nostalgioso ni mucho menos, todo lo contrario, si hay algo que mi inestable gusto musical disfruta, es de pegar un tema de Pantera con el soundtrack de Frozen sin más esfuerzo que el de mover el pulgar.
Pero el punto es que transpolamos (buena palabra, le da un poco más de seriedad a éste ensayo pavo) lo que sería una característica de la era digital a nuestra vida real. Nos abrazamos a la cultura del zapping, ya que la digitalización nos evitó la molestia de escuchar, ver e incluso participar de lo que no nos gusta, con la facilidad de mover un dedo y seguir adelante.
En lo que a mi respecta, no estoy pasando por un gran momento en lo personal, no viene al caso desarrollarlo, pero si me sirvió un poco como disparador de todo esto. Nos volvimos adictos al zapping de momentos, a vivir dándole like a mil cosas y a hacernos los boludos con otras, a clavarle el visto a situaciones o momentos que son incómodos.
La analogía del cassette la planteo porque antes, ante la falta de alternativas, enfrentábamos el tema ocho con resignación, pero dignamente. Al punto de que con la repetición de la escucha, hasta notábamos un bajo bastante decente, o un puente que en realidad no estaba tan mal.
Con los momentos pasa lo mismo, cada vez que nos ataca un mal momento, una frustración, preferimos ignorarlo, seguir de largo, ponerle un filtro o una corona de flores, suavizarlo con un hocico de perrito.
Y es medio una mierda, porque que ignorarlo o maquillarlo, no lo vuelve invisible, ni hablar de lo lejos que quedamos de solucionarlo. 
Porque eso sigue adentro nuestro, y cuando llega el momento en el que el brillo de la pantalla se apaga y nos encontramos en la fragilidad de mirar el techo, escuchar el ruido de la calle y tratar de silenciar la cabeza para intentar dormir un rato, no hay black and white que suavice las marcas que hizo esta situación en nosotros.
Yo era el rey de los filtros y el black and white, el mejor en el zapping de momentos, campeón undefeated y undisputed en todas las comisiones del mundo, sponsoreado por Coca-Cola, McDonald´s y Audi.
Pero nunca aprendí nada, porque los flashes me marearon lo suficiente como para no pensar, elección totalmente premeditada, por cierto.
Hoy prefiero escuchar el tema ocho, transitar por este momento sin filtros, porque sé que así voy a llegar al tema nueve y al final del disco. No va a ser un tránsito agradable, pero quizás sea una forma de crecer, o al menos de empezar a hacerme cargo.

19/2/17

Ella es tan ficticia como la realidad de la que se alimenta.

La sensación es tan intensa como el primer sorbo de un vino añejo recién descorchado.
Ella es todas las canciones que no supe escribir, es tan única que vive en los fragmentos de miles de canciones escritas por otros con las que intento suplir las falencias de mi prosa, en un intento fútil y acotado de graficar la sensación que en mi habita desde su llegada.
A su lado soy un niño, junto a ella soy el eterno vencedor en una partida de figuritas de mis recreos de cuarto grado.
En sus palabras encuentro el mismo reposo calmo que escuchaba desde lejos cuando hasta la ventana de mi habitación subía la voz de mi padre cantando Caruso mientras tomaba mate a escondidas de mi madre, camuflado en el silencio entre las plantas del jardín de aquella casa tan ajena, pero en cuyo fondo vivía un parque tan mío.
En ese parque de aquella casa ajena, fui custodio y confidente de un laurel que se enamoró de una glicina, cómplice de su romance clandestino. Fui guardián de ese laurel y estoico compañero en la pena que lo invadía todos los septiembres, cuando los pétalos fugitivos de su amada se acostaban sobre el césped, cubriendo todo con su belleza.

En ella se esconde el septiembre, la glicina, el laurel y el parque.

8/2/17

La bombacha que derribó la cuarta pared.

Antes de que el mar se terminara de sentir celoso, una prenda íntima femenina impactó de lleno sobre el hombro del cantante.
El cantante era Roberto Sanchez, A.K.A Sandro, la prenda íntima era una bombacha color camel que me había obsequiado mi abuela y el enfervorizado adolescente que la arrojó, obviamente era yo.
Ésta es la historia de la bombacha de mi abuela, mi brazo y el hombro de Sandro.

1- La sorpresa.
Con el primer sueldo que había ganado vendiendo cremas de baba de caracol por teléfono a España para un call center de mala muerte, decidí sorprender a mi abuela y llevarla a ver al ya desmejorado Sandro, como forma de agradecer los años de caprichos concedidos hacia mi persona.
Mi abuela para ese entonces era una persona ya bastante avanzada en edad, y teniendo en cuenta la delicada salud de Sandro, no tuve dudas de que ese show iba a ser la última para que ella lo viera, ya fuese por el avance del reloj biológico, o por el irreversible estado del enfisema del astro.
Luego de salir de la agencia que tercerizaba la contratación, acudí con el efectivo en mano a la ventanilla del teatro Gran Rex para comprar las dos entradas más caras que mi sueldo junior pudiese pagar. Grata fue mi sorpresa al ver lo accesible de los precios, porque con un poco de suerte, sumada a la predisposición que sintió la señorita de Ticketek por mi historia, pude conseguir dos asientos centrales en la primera fila.

2- La Negociación.
Mi primera idea fue llegar corriendo y decirle todo contento que sacara del placard el tapado de piel porque el sábado íbamos al teatro, pero en el camino a casa, entre empujones de gente que subía y bajaba del colectivo en hora pico, una idea fue creciendo, probablemente impulsada por las capacitaciones cocowashers de Sprayette (ups) y su constante insistencia acerca de que todo es negociable.
Luego del cordial saludo y escuchar el diario resumen de los escándalos del día en los programas de chimentos con el que me recibía, me senté a hablar serio con mi abuela.
-Leli*, tengo una sorpresa, pero necesito que hagamos un trato- le dije.
Mi abuela me miró esperando a ver a cuánto ascendía la cifra ésta vez, que nuevo librito importado le iba a pedir justificando con un montón de argumentos que a ella realmente le eran indiferentes, pero no, no le iba a pedir que me comprara nada.
Le mostré las entradas, las cuales leyó con dificultad y ante las cuales mostró una sorpresa moderada.
-Te gusta la idea?- pregunté ante el incómodo silencio.
-Si bebé**, me encanta- me dijo- pero no entiendo qué querés a cambio.
-Una bombacha tuya, simplemente eso- y luego de mirarla con mi mejor cara de nieto, le disparo: -mi sueño es tirarle una bombacha a Sandro, ya estoy demasiado grande para debutar en la primera de Independiente, dejáme al menos cumplir éste.
Al instante se levantó, fue lentamente hasta el cajón y tomó una de las que tenía guardadas en un costado, que aún estaba nueva, seguramente comprada en alguna tienda del barrio por puro consumismo.

3- La gran noche.
Ella se puso el tapado de piel, los zapatos de abuela que sólo ellas usan y que no se me ocurre otra forma más clara de describirlos y una ridícula cantidad de Heno de Pravia, suficiente como para perfumar la calle Corrientes y por lo menos, dos cuadras de Lavalle también. Yo estaba con el traje que había usado para ir a los últimos cumpleaños de quince de mis amigas, probablemente no estuviera tan elegante como recuerdo, pero en ese momento, yo me sentía Frank Sinatra y mi abuela, sonriente de mi brazo, se sentía Ava Gardner. 
Antes de salir de casa, tomé la bombacha y con fibrón indeleble y pulso firme, escribí: "Para Roberto, con cariño y admiración, Facundo"y acto seguido, la doblé en interminables pliegues hasta guardarla en mi bolsillo.
Yo no tengo recuerdo de haber visto algo igual, tres generaciones de mujeres gritando de forma desaforada, ansiosas por ver salir al ídolo. El griterío al momento de apagarse las luces fue ensordecedor, insoportable, eterno. Pero no le llegaba ni a los tobillos al posterior griterío, el que emergió de esas gargantas al momento en el que aparece en escena Sandro, ahí descubrí un nuevo nivel de sonido, al punto de no escuchar la música de la canción, un pandemonio desatado por tres generaciones de mujeres que entraron en un trance de casi dos horas, de forma ininterrumpida.
No voy a negar que me quemaba la bombacha en el bolsillo del saco y que, por lo menos en tres canciones estuve tentadísmo a revolearla enardecido, dejándome llevar por la marea de emociones que sentía esa multitud de mujeres poseídas por la nostalgia y el amor.
 En "Como te diré", una de mis canciones favoritas, llegué a tenerla en la mano, mientras arrugaba el entrecejo para darle más fuerza a mi entonación del estribillo, pero logré contener la excitación y aguardar hasta el verdadero gran finale de la noche.
4- Yo te doy el mundo.
Llegó el momento, un agotado Sandro se para en el centro del escenario y empieza a susurrar al micrófono mientras su otra mano acaricia de manera extraña el cinturón de su bata, desatando el caos entre el público. Ese era el momento esperado, el último tema, el infalible, la canción con la que enamorás hasta a Madame Bovary. Estaba pasando, Sandro estaba cantando Penumbras y mi bombacha lo sabía. 
Ya de pie como todo el Gran Rex, extendí la prenda y la arrojé hacia el hombro de Sandro, casi perdida entre medio de la lluvia de prendas íntimas, flores y banderas que volaban en rumbo al escenario, pero gracias a lo central de mi ubicación en la primera fila, logré una parábola casi perfecta entre mi brazo y su hombro, un tiro limpio, quirúrgico.
Ese lanzamiento fue como un try de Rugby, porque además de caer en su hombro, Sandro tomó la bombacha y se la pasó por la frente para secar su sudor, algo así como la conversión de dos puntos que le sigue a la gloriosa anotación.
Siempre me quedará la duda sobre si Sandro en algún momento leyó esa bombacha, cuenta la leyenda que las guardaba todas; si se habrá sorprendido de que un hombre se la arrojara, si habré sido el único hombre que lo hizo o si simplemente soy el único que se animó a contarlo.

* Le decía Leli.
** Me decía bebé, una vez me llamó así delante de todos mis compañeros de primaria y estuvieron meses cargándome con eso.



21/4/16

Fuga urgente de lo inevitable.

Ellos eran dos amantes rusos que huyeron del horror de la guerra buscando la paz en tierras neutrales.
Ellos, que años atrás deleitaron con su danza a la corte, que incluso fueron favorecidos por los aplausos y favores del Zar, decidieron dejar todo atrás, buscando un escape que les permitiera dejar atrás las noches en vela marcadas por el estruendo de las explosiones, el sonido agudo de los aviones y el frío que tiene la cama compartida con la soledad.
 Sin darle lugar a la duda, escaparon de la nación soviética buscando un nuevo mañana, un comienzo desde cero que les permitiera olvidar el pasado, dejar la noche con olor a pólvora y aventurarse juntos a buscar un nuevo día, un futuro en un país lejano, ajeno a los horrores de la guerra.
Viajaron tan al sur como sus ahorros le permitieron. Al llegar no tuvieron problema en ganarse un lugar destacado en el elenco estable del teatro más grande de la capital, en donde cautivaron al público y a la compañía en menos de un año, eran amados y respetados, se tenían el uno al otro, a su arte y su amor y en cada baile ese amor embargaba a todo aquel que los viera. Después del horror, ellos eran felices.
Pero la idea de felicidad, en realidad no es más que un momento de respiro entre la miseria de la vida, por eso es que todos recordamos tanto los momentos en los que fuimos realmente felices, porque son escasos y no duran tanto como nos gustaría.
Ella enfermó de forma repentina, la enfermedad la alejó de los escenarios, debilitando su cuerpo y destruyendo su ánimo.
La enfermedad avanzó rápido, violenta, sin darle posibilidad de enfrentarla. Ella era hermosa, codiciada, espléndida. Era eso y más, no la sombra debilitada que reflejaba en el espejo. Se aisló de todo y todos, incluso de Él. No soportaba la mirada lastimosa de esos ojos que durante tantos años la amaron y admiraron. En los últimos meses, apenas quería hablar con alguien.
Ella murió en sus brazos, pequeña y dolorida, sobre la vieja cama del modesto hotel en el que se alojaban, ya que en la desesperación por salvarla, casi todos sus ahorros fueron invertidos en tratamientos tan costosos como inútiles. Él lloró tan fuerte que su llanto fue mudo, su pecho se partió del dolor y su lengua se trabó intentando pronunciar maldiciones, pero apenas un quejido desgarrado salió de su garganta. Y luego el silencio y la pena lo envolvieron en un abrazo eterno.
La amó con locura, con pasión y con deseo, cruzó medio mundo para salvarla del horror y ella se murió en sus brazos. Sentía que era su culpa, que le había fallado a su amada. Él dejó la compañía, se dio a la bebida y se aferró a la soledad hasta que las noches en vela, esta vez sin el zumbido de los aviones ni el olor a pólvora, se volvieron tan largas, tan vacías y dolorosas, que cuando se dio cuenta de lo cansado que estaba, decidió dormir, olvidar y no despertarse nunca más.
En ese sueño interminable, el recuerdo del amor lo seguía atormentando, los ojos de su amada lo miraban desde lejos, sus brazos se extendían intentando tocarse, pero la fuerza del dolor impedía ese roce.
Desde el principio de los tiempos, entre los dos polos del más allá se había sellado una tregua. En ese pacto, ambas partes acordaron no interferir en los asuntos del otro. En la firma de este pacto, un ángel y un demonio se miraron a los ojos largo rato y ninguno de los dos bajó la mirada.
Tanto tiempo como pudieron, se amaron en secreto, a espaldas del pacto y de las fuerzas que aún gobiernan más allá de los límites establecidos por frontera alguna, hasta que el amor entre los dos germinó en algo más: un mestizo, una criatura que lo cambiaría todo. La tregua ya no existía, el desafío había sido supremo y ambas fuerzas debieron ejercer un castigo ejemplificador ante la amenaza que el mestizo significaba: Una aberración, una criatura prohibida por las escrituras sagradas de ambos reinos.
El fallo fue estremecedor, salvaje, brutal. El ángel fue decapitado, su vientre desgarrado y apuñalado reiteradas veces, mientras el demonio fue obligado a observar y condenado a recordar todo, para terminar su condena desterrado, perdido para siempre en el limbo de los amantes en pena.
En ese limbo, el demonio vio una y otra vez el intento desesperado de aquellos amantes por rozar sus manos, sin interferir, en silencio los observó fracasar incontables veces, hasta que la sensación de dolor fue tan grande, que ayudado por el rencor y el recuerdo que el tribunal divino lo condenó a ver una y otra vez, decidió desafiar una vez más al poder del más allá.
 Se acercó a Él y le enseño un escape dónde al menos una vez por década, al cruzar esa pared invisible, ellos podrían tener un baile juntos, un recreo a la rutina de la tortura eterna, un respiro dónde tenerse y construir un refugio al menos por lo que dure esa pieza de baile.
En el mismo teatro capitalino dónde brillaron frente a un público que los ovacionó de pie, cada diez años y gracias al favor del demonio rebelde, los amantes se encontraron nuevamente y se amaron al ritmo del vals.
Todas las compañías que pasaron por el escenario década tras década, cuentan la misma  historia. Todos sintieron una presencia, un frio que dejó a sus cuerpos congelados, incapaces de moverse, pero ninguno recuerda haber sentido miedo, al contrario, ese frío llenaba el ambiente de paz.
Ese era su recreo, se recluían en el cuerpo de dos incautos bailarines y se amaban en silencio, envolviendo sus brazos en caricias que rompían con el compás. Una vida entera esperando este momento y ellos solo podían bailar, las palabras sobraban, los besos dolían. En ese momento, las sombras eran eso, dos jóvenes trenzados en un baile desesperado, que se acercaban en ese segundo a ser un poco de lo que alguna vez los hizo felices.
Pero cada placer acarrea un costo, un dolor, la resaca después de la noche soñada. Para los dos el dolor se había vuelto insoportable, al recuerdo de su amor debían agregarle ahora el anhelo del baile. Las décadas pasaban cada vez más despacio, en los últimos encuentros, la pasión era tan extrema, el vínculo se había vuelto tan fuerte y desesperado que los jóvenes en cuyo cuerpo se refugiaban comenzaban a no soportar la angustia de la posesión, llegando incluso a perder la cordura luego de ser abandonados por el acogedor frio de los amantes.
El demonio había usado a los amantes durante años y de forma cada vez menos disimulada, esperando ser descubierto y condenado. Finalmente había conseguido lo que quería, olvidar todo, pagar la fianza con la que terminar su castigo y poder de una vez simplemente olvidar. Dejar de imaginar a su amor arrebatado y a su hijo maldito desde antes de nacer, dejar de odiar, olvidar que juntos habían creado algo hermoso, pero las leyes de los dioses cobardes se lo habían arrebatado. Su único anhelo era el final, la eterna oscuridad sin recuerdo.   
 Gracias a ellos, el desterrado caído finalmente pudo conseguir la muerte que todo lo calmaría, su plan había funcionado a la perfección, pero sentía que ellos no merecían caer junto a él, al contrario, su ayuda, aunque inconsciente, merecía un obsequio de agradecimiento.
En cuanto descubrió que estaba siendo observado, se acercó a Él y le enseñó a cruzar la pared invisible, pero no sin antes advertirle que si la cruzaban, no podrían tomar nunca más un cuerpo, deberían penar como espectros en la oscuridad del teatro, viéndose durante una eternidad pero sabiéndose incapaces de tocarse o compartir un baile. La decisión debía ser rápida, dijo el demonio, conocedor de que su fin estaba próximo.
No pasó mucho hasta que fue descubierto por el ojo que todo lo ve y condenado a ser ejecutado y descuartizado. Su cuerpo mutilado fue enviado a la entrada de cada uno de los siete círculos, como advertencia a posibles futuros caudillos que intenten pasar por encima del único orden capaz de unir al Alfa y el Omega a su entero capricho.
Los amantes huyeron antes de ver la caída del demonio, sin pensar cruzaron la pared y dejaron atrás el limbo de la pena. Al día de hoy, entre las bambalinas del  escenario, esos amantes eternamente prófugos se siguen anhelando y llorando en silencio, acompañando su dolor con caricias mudas tan sinceras como desgarradas. Tal vez nunca puedan tenerse, tal vez la pena nunca se vaya, pero ahí están, juntos para siempre esperando que quizá algún día, un nuevo ser interesado les permita bailar juntos un último vals.


Quince Palabras.

Odio pedir fuego por la calle, realmente es algo que detesto, pero como siempre, salí apurado de casa y olvidé la mayor parte de las cosas útiles, entre ellas mi teléfono celular y mi encendedor. Hace días que no duermo, las cosas están pasando demasiado rápido de a momentos, en otros, parece que el  tiempo se detiene, no estoy seguro de cuantas horas dura un minuto, mucho menos de cuantos minutos tiene una hora.
Otra vez volver a casa, a seguir perdido en esta realidad confusa. Desde la mesita de diseño exclusivo y precio ridículo que me regaló ella, me saluda el encendedor, cómodamente apoyado al lado del cenicero. De todos modos, ahora no lo necesito, ya que olvidé los cigarrillos en la barra del bar, como les dije, la realidad es confusa desde que mi cabeza decidió no apagarse nunca.
Ya estoy cansado del blanco del techo, debería pintar, así por lo menos no es tan aburrido mirarlo, tal vez debería pintarlo de rojo, como tormento final, un eterno recordatorio a sus labios, que me miran desde arriba, perderme en ese rojo, como hice tiempo atrás cuando su boca era mía.
Creo que es de día y que es fin de semana, por ende no tengo que ir apurado a ningún lugar, a menos que me haya olvidado, de cualquier manera, no es importante. Solo sé que no tengo que salir de casa, puedo apoyar los pies en esa maldita mesa y tomar vino hasta que el mareo intente ganarle al insomnio, algo que intento y que tal vez logré, aunque como de casi todo, no estoy seguro.
Estoy seguro de que la perdí, estoy seguro de que mis miedos destruyeron ese amor que nos tuvimos. Todavía me siento a mirar la puerta, esperando a que regrese, que pase por debajo de la arcada del living, me bese, se saque los zapatos y arroje la cartera sobre el sillón para acompañar mi copa con caricias en silencio.
Nadie va a pasar esa puerta, lo único que va a pasar sin pena ni gloria, son las horas, o los minutos o lo que sea que sirva para medir el tiempo de la gente que no duerme. Creo que ya no es más fin de semana, pero sigue siendo de día, seguro es tarde y ya debería haber salido a hacer algo que no recuerdo. Tengo que calmarme, intentar respirar, buscar ese lugar que me dijo el psiquiatra y llevar allí mi cabeza. La casa se me viene encima, debería pintar el techo y las paredes de blanco, para que ayude a relajarme y olvidarla.
Pero esta fue mi elección, me volví adicto a esta situación, a no dormir, al recuerdo. Esperar sentado frente a la puerta es mi droga favorita, todo lo demás es un placebo para cuando no puedo hacerlo. Ella nunca va a cruzar la puerta, el que hace mucho cruzó la puerta sin darse cuenta fui yo.
Debería pintar, el blanco es aburrido.


Todas y cada una de las entradas del blog son producto de la debil condicion mental del/los miembros del staff, dependiendo de la medicacion ingerida en el dia, los miembros pueden ser uno o miles, si este texto perdio todo tipo de simpleza, imaginate ahora que vamos a dejar de usar los espacios para que el texto parezca dicho a los pedos como los locutores de la radio que en las publicidades hablan rapidito porque el segundo es caro, mira:todoslosnombresysituacionesmencionadasenatuviejalegusta.blogspot.com
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